La
apuesta soberanista de Artur Mas
por
Antonio Santamaría
El
giro soberanista de Artur Mas cuyo epicentro se localizó el pasado
11 de septiembre en Barcelona ha provocado un seísmo político en
Catalunya cuya onda expansiva se ha sentido con fuerza en el resto de
España. Mucho se ha especulado sobre las razones de fondo que han
conducido a CiU, un partido pactista, conservador y de orden a
lanzarse a una aventura secesionista de incierto resultado. Aquí se
apuntan algunas claves para comprenderlo.
Hasta
la Diada independentista la agenda catalana estuvo dominada por la
confluencia de tres factores muy negativos para CiU. En primer lugar,
la quiebra de las finanzas de la Generalitat, incapaz de afrontar sus
gastos corrientes, le obliga a acogerse al humillante fondo de
rescate autonómico del Ministerio de Hacienda, cuyas condiciones
restringen el margen de maniobra económico del ejecutivo autonómico.
En
segundo lugar, los duros ajustes y recortes de la Generalitat
provocaron la movilización de los más diversos colectivos
profesionales y sectores populares. La primera reacción frente a
este creciente malestar social fue la mano dura, como demostró el
conseller Felip Puig en el desalojo de la acampada del 15-M y en las
cargas policiales en el centro de Barcelona en la huelga general.
Unas protestas que empezaban a calar entre la clase media, base
social del movimiento nacionalista, castigada por los efectos de la
política económica de la Generalitat y a cuyos cualificados jóvenes
les resulta imposible encontrar trabajo. Continuar por este camino
suponía correr el peligro de perder el apoyo de amplios sectores de
las clases medias y favorecer el rearme ideológico y político de la
maltrecha izquierda catalana tras la funesta experiencia del
tripartito.
Finalmente,
sobre la imagen del partido se cernían las amenazadoras
consecuencias de dos casos de corrupción, en un contexto de
generalizado descrédito de la clase política. La acumulación de
pruebas de su financiación irregular en el caso Millet condujo el
insólito embargo judicial de la sede central del partido en
Barcelona para responder a sus eventuales responsabilidades en el
saqueo del Palau de la Música. En pleno verano, El País,
difundió la noticia que Oriol Pujol, hijo del patriarca del
catalanismo y flamante secretario general de CDC, estaba siendo
investigado por su supuesta implicación en una trama de adjudicación
ilegal de licencias de ITV, derivada de las investigaciones llevadas
a cabo en Galicia en el caso Campeón, donde está imputado José
Blanco, número dos del PSOE de Zapatero y exministro de Fomento.
La
transmutación política de los metales
Artur
Mas realiza el sueño de los alquimistas medievales al transmutar el
sucio plomo de los recortes y la contestación social en el oro puro
de un Estado soberano como salida de una crisis a la que nadie
vislumbra una salida. Una operación donde se han empleado a fondo
los grandes medios de comunicación catalanes, públicos y privados,
concitando un apoyo masivo entre las clases medias y articulando su
unificación ideológica bajo una consigna simple y clara: la
independencia como solución a la crisis.
Si,
en los primeros compases del mandato, Mas hubo de entrar en
helicóptero en el Parlament, asediado por el 15-M, para tramitar el
primer presupuesto de los recortes, ahora ha sido recibido como un
héroe de la patria en la plaza Sant Jaume tras su entrevista con
Mariano Rajoy en Madrid donde se decidió la suerte del Pacto Fiscal
dejando expedito el pasaje hacia la independencia.
La
intensa movilización de la intelectualidad y los mass media
nacionalistas en estas “jornadas históricas” resulta una prueba
adicional de que la cosa va en serio. Como en un guión
cinematográfico, apto para todos los públicos, los acontecimientos
se sucedieron con un hábil manejo de los tiempos y una cuidada
disposición de los escenarios. Así se consiguió activar un
registro profundo del imaginario catalanista, reservado para las
grandes ocasiones: la unidad del pueblo de Catalunya para exigir sus
derechos frente al Estado español: del Memorial de Greuges a la
Solidaritat Catalana, de la Assemblea de Catalunya a la manifestación
de la Diada. Aquí radica otro de los atractivos de la oferta de Mas:
el método democrático y pacífico propuesto para alcanzar sus
objetivos.
Tras
el fiasco del Esta tut y el rechazo del Pacto Fiscal, el último tren
para lograr el “encaje” con España, el president de la
Generalitat escucha el clamor de su pueblo en la Diada y se pone al
frente del movimiento para liderar, sin prisas pero sin pausas, la
“transición nacional”. La nación catalana demostrará al resto
de España y a toda Europa, con tanta serenidad como firmeza, su
irrenunciable voluntad de ejercer el derecho democrático a decidir
sobre su destino. Un derecho ejercido en dos ocasiones en Quebec, que
está siendo negociado en Escocia y que no puede negarse a Catalunya.
De
la determinación cívica, de un pueblo unido en torno a sus
instituciones y liderado por un presidente que sabe lo que hace,
resultará una fuerza imparable que no podrá detener ni la rígida
Constitución española ni las intrincadas normativas europeas.
Dos
errores de interpretación
Cometeríamos
un primer error si circunscribiésemos el giro soberanista a una
hábil maniobra partidista de CiU con el objetivo cortoplacista de
asegurarse una cómoda mayoría parlamentaria.
Pero,
como apunta José Luis Álvarez, incluso en este supuesto, el elevado
monto de la apuesta (la secesión), indicaría la gravedad de la
situación donde la facción hegemónica de la burguesía catalana
decide jugar su última carta para legitimarse ante unas clases
medias exasperadas por la dureza de la crisis.
El
giro soberanista de Mas responde a un movimiento de fondo, al pasaje
de la identidad hacia la independencia, anunciado hace años por
Xavier Rubert de Ventós, un intelectual próximo a Pasqual Maragall.
Una larga marcha hacia la soberanía que Convergència inició en su
X Congreso o de la renovación generacional (1996), donde ascendieron
a la cúpula del partido sus actuales dirigentes bajo la bandera del
soberanismo y del neoliberalismo. Un periplo que culminó en el XIV
Congreso de Reus (marzo, 2012) que aprobó la reclamación del
“Estado propio” y entronizó a Oriol Pujol, símbolo viviente de
la continuidad del tránsito de la fase autonomista a la soberanista.
El
nacionalismo catalán parece comportarse siguiendo el esquema del
historiador checo Miroslav Hroch sobre la evolución de los
movimientos nacionalistas en las naciones sin Estado del este y sur
de Europa. Tras una primera fase, de renacimiento cultural y sin
significación política, donde se rescatan el folklore, las
tradiciones, la cultura y lenguas vernáculas, se pasa a una fase
autonomista donde la diferencia cultural fundamenta la reivindicación
de autonomía política dentro del Estado de referencia; en la
tercera y última fase se exige la plena soberanía mediante el
ejercicio del derecho a la autodeterminación.
Durante
el primer largo ciclo de hegemonía convergente se construyeron los
instrumentos culturales, institucionales y políticos del
autogobierno en el marco del Estado de las Autonomías. Jordi Pujol
basó su permanente reivindicación de mayores cuotas de autogobierno
en las diferencias
identitarias
(fet diferencial), apurando las posibilidades, sin romper el
marco constitucional y estatutario, pero manteniendo constantemente
la tensión ideológica, política e institucional.
Artur
Mas no pretende apurar o reformar el marco jurídico-político
vigente, sino crear uno nuevo. Su soberanismo económico,
postidentitario, se articula en torno al discurso del “expolio
fiscal” del
Estado
español que impide a Catalunya desarrollar sus potencialidades
productivas, impide brillar con luz propia como una de las regiones
más dinámicas de Europa y dificulta la salida de la crisis. Una
doctrina, reproducida amplificadamente por los medios de comunicación
nacionalistas con argumentos semejantes a los de la Liga Norte
italiana y convertida en dogma de fe para amplios sectores de las
clases medias. Una argumentación que encaja perfectamente en el
relato victimista de la historia donde Catalunya aparece como la
laboriosa mujer maltratada por un brutal macho hispánico que,
encima, vive a su costa, por emplear la metáfora de X. R. de Ventós.
Sin
embargo, el agravio económico no basta para explicar la fuerza del
sentimiento independentista entre las clases medias. A fin y al cabo,
Euskadi dispone de un Concierto Económico, como el reclamado por CiU
y no por ello ha disminuido el apoyo a las opciones nacionalistas/
independentistas. El discurso del Madrid ens roba está más
bien orientado hacia aquellas capas de las clases medias
despolitizadas y no iniciadas en el movimiento nacionalista, como
banderín de enganche ideológico para la movilización política.
Cometeríamos
otro error si creyésemos, como parece sostener José Álvarez Junco,
que el objetivo de Mas es construir un Estado-nación clásico, con
todos sus tradicionales atributos de soberanía absoluta. La
propuesta de CiU se orienta hacia crear unas indefinidas “estructuras
estatales”, en el marco de las geometrías variables de la Unión
Europea, que no implicaría necesariamente romper todos los vínculos
con España y donde el Rey podría ostentar el rango de jefe de
Estado como la
reina
de Inglaterra respecto a Canadá o Australia, eludiendo los peligros
de una secesión traumática,
a
la yugoeslava.
Un
proyecto a largo plazo que podría inaugurar un segundo ciclo de
hegemonía convergente y suscitar complicidades entre los círculos
de poder neoliberales en Alemania, en la medida que debilita
las
densas estructuras políticas e institucionales del Estado-nación.
La
desorientación de la izquierda
El
giro soberanista conlleva la ventaja política adicional de desatar
las contradicciones internas en el PSC, cuando los socialistas
catalanes aún no se han recuperado de los efectos devastadores del
fiasco de la reforma estatutaria y del fracaso de los dos tripartitos
de izquierda en cuyo altar fueron sacrificados Maragall y Montilla,
encarnaciones de las dos almas del partido.
Los
inesperados comicios colocan a los socialistas catalanes frente a
todas sus contradicciones políticas e ideológicas y desmontan el
calendario de las primarias del PSC a la presidencia de la
Generalitat en un momento de máxima tensión entre las dos almas del
partido, como se vio en la manifestación independentista de la
Diada, donde acudió la plana mayor catalanista.
Una
situación que volvió a reproducirse en la votación sobre el
referéndum de autodeterminación, en la que Ernest Maragall rompió
por segunda vez, la primera fue con el Pacto Fiscal, la disciplina de
voto a favor de CiU y declaró a La Vanguardia que estaba
dispuesto a liderar un nuevo partido socialista y catalanista.
Pere
Navarro, alcalde de Terrassa, fue elegido primer secretario en el 12º
Congreso del PSC (diciembre de 2011) como un hombre de transición,
mientras el grupo dirigente del Baix Llobregat, de donde proceden
Montilla, Corbacho o Chacón, se rehacía política e ideológicamente
de la debacle del tripartito. La oposición a la política de
recortes antisociales de Mas parecía conceder un margen para ello.
El giro soberanista no les ha dejado otra opción que designar a
Navarro, que carece de las cualidades del liderazgo, para enfrentarse
a un Mas agigantado. Pero esto, con ser grave, no es lo peor. Los
problemas de liderazgo expresan la profunda desorientación
estratégica del PSC después
del
fracaso de la reforma estatutaria y cuando Convergència ha puesto
las cartas boca arriba y la ciudadanía espera que todos los partidos
se definan con claridad en este tema. Quizás el único aspecto
positivo del nuevo escenario político.
La
desorientación estratégica del PSC responde al fracaso de la
reforma federalizante del Estado impulsada por Maragall que había de
arrancar con el nuevo Estatut y culminaría con la reforma
constitucional del Senado, anunciada por Zapatero en su primer
discurso de investidura (2004), quien se comprometió en la campaña
electoral a aprobar el Estatut que saliese del Parlament de
Catalunya.
Aquí
todos lo hicieron mal. Como reacción a las pulsiones centralistas de
Aznar, exasperados por el Plan Ibarretxe, tanto el Pacto del Tinell,
base política del tripartito de izquierdas, como la comparecencia de
Mas ante el notario, excluían al PP de las reformas. Ello alimentó
su radical oposición, pero no justificó el uso irresponsable del
Estatut como arma de desgaste contra Zapatero. Por su parte CiU, sin
cuyos votos era imposible sacar adelante el Estatut en la cámara
catalana, exigió y obtuvo de Maragall un texto de máximos que en
muchos aspectos chocaba con la Constitución. El embrollo lo
resolvieron en el 2006 Zapatero y Mas en una inolvidable noche en La
Moncloa, donde fue sacrificado Maragall, progenitor de la reforma
estatutaria. El texto, tras pasar
por
el cepillado de Alfonso Guerra, fue aprobado por el Congreso y Senado
y refrendado por el
pueblo
catalán.
El
mandato de Montilla, el primer presidente charnego de la Generalitat,
estuvo determinado
por
la espada de Damocles del recurso del PP ante el Tribunal
Constitucional. Ciertamente, al
PP
le asistía el derecho democrático de recurrir a la justicia, pero
es innegable que la sentencia marcó el punto de inflexión del giro
independentista del movimiento nacionalista como se puso de relieve
en la manifestación con vocada por Òmnium Cultural el 10 de julio
de 2010 de rechazo a la sentencia, que el president Montilla hubo de
abandonar ante diversos conatos de agresión.
La
principal lección del fracaso de la experiencia de Maragall y
Zapatero estriba en que para
cambiar
la estructura de organización política y territorial del Estado,
primero es preciso reformar
la
Constitución. Esta fue la lógica petición de Navarro a la
dirección del PSOE para responder al reto soberanista de Mas que, en
principio, fue aceptada por Rubalcalba, pero que provocó la
inmediata matización de la número dos del partido Elena Valenciano,
rebajando el contenido de la propuesta, sin duda aterrorizada ante
una versión corregida y aumentada de la pesadilla estatutaria.
La
lógica autodeterminista de Mas sitúa a la izquierda catalana ante a
unos de sus más queridos principios doctrinales y reactiva el
catalanismo transversal forjado en los años de la lucha
antifranquista y la Assemblea de Catalunya. El PSC acabó aceptando
un referéndum, siempre que se realizase dentro de la legalidad, algo
manifiestamente imposible sin la previa reforma de artículos
fundamentales de la Constitución. ICV-EUiA se ha mostrado incapaz,
más allá de la defensa abstracta de este principio, de definir cuál
sería su posición si la consulta se celebrase.
Una
indefinición que expresa las tensiones ideológicas entre los
sectores federalistas, vinculados a las clases trabajadoras de los
barrios y los independentistas provenientes de las clases medias
progresistas que componen la coalición.
Perspectivas
preelectorales
Las
elecciones del 25 de noviembre se plantean en clave plebiscitaria,
centradas monotemáticamente sobre la cuestión de la independencia.
Es decir, el terreno de juego de Mas, quien no se cansa de reclamar
“superpoderes” para pilotar la transición nacional. Un escenario
con
todas
las opciones para que CiU obtenga una clara victoria en las urnas,
aglutinando en torno a sus
siglas
a gran parte del hipermovilizado movimiento nacionalista frente a la
atomización social,
desmovilización
política y desorientación ideológica de la ciudadanía no
nacionalista.
Resulta
imposible analizar los resultados de las elecciones al Parlament de
Catalunya sin tener en cuenta el fenómeno de la abstención dual y
selectiva de los distritos obreros del Área Metropolitana de
Barcelona que votan socialista o comunista en las generales, pero se
abstienen masivamente en las autonómicas. Un dato fijo del
comportamiento electoral de los catalanes que da razón de las
victorias de Pujol y Mas y que sido objeto de diversas
interpretaciones. Una de las más notables fue la de Manuel Vázquez
Montalbán, que la calificó de “abstencionismo de asentimiento”,
es decir, los trabajadores castellanohablantes de los barrios no
podían votar nacionalismo burgués, ni por razones identitarias ni
políticas, pero con su abstención impedían que neocentralistas
como González o Aznar
rompiesen
los delicados equilibrios de la sociedad catalana. De este modo, la
abstención obrera no debía interpretarse como una muestra de
desinterés por los asuntos catalanes, ni un voto de castigo al
discurso y el perfil de los candidatos excesivamente catalanistas de
los partidos de izquierda, sino una prueba de profunda sabiduría
política.
En
continuidad con esta línea se inscriben las tesis de los hermanos
Miquel y Toni Strubell sobre el “independentismo de asentimiento”:
si los abstencionistas en las autonómicas lo hiciesen en un
referéndum de autodeterminación, ganaría la independencia. Sin
embargo, estos cálculos
no
tienen en cuenta la probable polarización del electorado en torno a
una cuestión que levanta pasiones y que favorecería un incremento
de la participación en los distritos obreros. Justamente esta
variable, la abstención en los barrios, será uno de los datos más
interesantes del 25-N. Un incremento de la participación que, si
prende la lógica frentista, podría favorecer al PP, Ciutadans e
incluso
a la xenófoba Plataforma per Catalunya, que hace un par de años se
quedó, por unas décimas, sin representación parlamentaria.
De
momento, el PP no ha respondido al reto soberanista con una política
ofensiva españolista y procura no exacerbar el conflicto con
declaraciones provocadoras que alimentarían al bloque
independentista. No obstante, no puede descartarse que lo haga en
función de la evolución de la estrategia de Mas y aproveche la
situación para envolverse con la bandera española y presentarse
como el único garante de la unidad nacional, lo cual podría servir
para compensar la profunda
erosión
que está generando su política económica.
En
el otro extremo de la jerarquía social, sectores de la alta
burguesía catalana, representados políticamente por PP y UDC
desconfían profundamente de la aventura soberanista. Así lo
expresaron con diferentes matices la patronal Foment del Treball
Nacional y representantes de grupos financieros y empresariales, de
La Caixa al grupo Planeta, con fuertes intereses en el mercado
español.
Aquí
radica otra de las limitaciones del proyecto soberanista que se apoya
casi exclusivamente en las clases medias, pero sin apenas
complicidades entre la alta burguesía y la clase trabajadora, lo
cual supone un serio obstáculo, aunque no infranqueable, para la
viabilidad de este proyecto de nación.
Mientras
Artur Mas entonaba en el interior del Parlament de Catalunya el
“Adiós a España” y con el presidente Rajoy ausente
representando al tambaleante Estado español en la asamblea general
de
la
ONU en Nueva York, miles de manifestantes se concentraban ante el
Congreso de los Diputados en Madrid exigiendo la disolución de las
cámaras legislativas y la apertura de un proceso constituyente,
por
lo que fueron objeto de una desproporcionada represión.
Unas
escenas que expresan la confluencia de la triple crisis económica,
política y territorial que está tensionando al máximo no sólo las
cuadernas del régimen de la Segunda Restauración borbónica, sino a
las mismas estructuras del Estado
El
Viejo Topo
noviembre
2012